Pensaban en aquel país que todo el mundo tenía una pareja ideal, alguien totalmente compatible y hecho a medida de las necesidades de cada cual. Creían que esta persona concreta, estaba esperando por ellos desde el inicio de los tiempos, y que el encuentro de ambos era como una explosión de felicidad y de dicha que las reunía ya para siempre en amor y mutua compañía. Suponían que ese encuentro con el Predestinado (como le llamaban) venía precedido por signos, y por un reconocimiento mutuo en el que bastaba una simple mirada.
Todo porque un remoto filósofo había una vez bromeado sobre el tema, diciendo que cada alma tiene una gemela que encaja con ella como una llave en su cerradura.
Así, como creían en ello, al encontrar a alguien que aparentemente cuadraba con sus sueños, construían rápidamente en sus mentes grandes castillos de ilusión. Y cuando esas ilusiones no se ajustaban a la realidad, se iban engañando un tiempo, hasta que la verdad era tan evidente que no les quedaba otro remedio que desengañarse.
Pero lejos de pensar que su creencia quizá era incorrecta o exagerada, lejos de pensar que quizá aquel filósofo sólo estaba especulando, se aferraban a la idea de que, en realidad, esa no era la persona predestinada, que un error de juicio les había llevado a esa confusión, pero que en algún lugar, en algún rincón, el Predestinado les estaba esperando.
Así que se quedaban en sus habitaciones, suspirando por ver los signos que anunciaran su llegada.
Mientras, bajo sus ventanas, el Amor pasaba en silencio, calle adelante, vestido con un humilde mono de trabajo.