El otro día vi un documental en TV que me dejó pasmado. Trataba sobre un grupo de delfines que vivía en un acuario y a los que se sometía a una curiosa prueba: se les ponía ante un espejo.
La primera vez que un delfín veía su imagen reflejada en el espejo, realizaba una serie de movimientos de saludo o de reconocimiento similares a los que haría ante otro delfín que se uniera de improviso a la manada. Algo similar a lo que hace un gato cuando se ve reflejado, piensa que allí hay otro gato y reacciona ante él.
Pero en muy pocos minutos el delfín comenzaba a darse cuenta de algo: el nuevo delfín replicaba todos sus movimientos y entonces comprendía que aquel que veía era él mismo (o ella misma). Si el espejo se dejaba durante unos días, los delfines pronto se acostumbraban al ritual de mirar cada día su propia imagen, como hacemos nosotros constantemente.
Todo esto, que puede parecer banal, no lo es en absoluto. Para que el delfín reconozca su imagen reflejada, primero debe poseer una clara conciencia de sí mismo, es decir, un \»yo\». Si no, como el gato, no se reconocería. El delfín sabe que existe, que es un ser individual, sabe que esa aleta que se refleja en el espejo es suya. Aunque forme parte de un grupo, de una manada, es alguien por sí mismo. Es decir, está a menos de un paso de tener una conciencia similar a la humana.
Entonces pensé que los delfines (y ciertos primates que comparten esa característica) son al reino animal lo que algunas personas al género humano. Están al borde de un cambio de conciencia, de una ampliación. Esos animales se acercan a nosotros en conciencia, del mismo modo esos pocos humanos que ya perciben la conciencia colectiva son el siguiente paso de la evolución global.