Por esas cosas de la vida nos cerraron la carretera. Y cuando te cierran el camino tienes dos opciones, pelearte con ello, o tomar otra carretera, y eso hicimos.
Así que acabamos, por esos azares, en la montaña sagrada (una de ellas). Pese a la oscuridad, caminamos por un sendero sin saber adónde íbamos. Al principio era cómodo, pero luego el sendero se convirtió en vereda, y poco después nos vimos trepando por las rocas. Tanteando el terreno, descubriéndolo con las manos casi tanto como con los pies.
El brillante Júpiter emergió tras las montañas y para cuando estábamos llegando a alguna parte, la Luna se asomó para saludarnos.
Y llegamos sí, al adoratorio sagrado. Al lugar al que no pensábamos llegar, pero que nos esperaba. Entonces me di cuenta de que el recinto aborigen estaba alineado con la salida de la Luna (y del Sol). Ahí, mi corazón de astrólogo me dio un saltito dentro del pecho.
Enviamos buena vibra para todos (esperamos devolución), y disfrutamos de aquel lugar como nunca antes. Los aborígenes lo hicieron para nosotros, para que nosotros lo disfrutáramos anoche. A eso le llamo generosidad, y vivir el presente.
Si lees esto, seguro que tú también estuviste con nosotros.