En cierto pueblo de Italia, vivía un ateo. Había sido ateo toda su vida, y esperaba, con la ayuda de Dios, seguir siéndolo hasta su muerte.
Pero un día hubo un horrible terremoto y el ateo temió por su vida. Así que corrió hasta la Iglesia del pueblo y se arrodilló a rezar ante la Santa Madonna.
A todo esto, el cura y una señorita, que abandonaban la sacristía como almas que lleva el diablo, le vieron y le increparon:
– ¡Sal de aquí, desgraciado, que se hunde el techo!
Pero el ateo se tapó los oídos con las manos y siguió rezando por su vida.
El techo se derrumbó sobre él, y muy prestamente, su alma se elevó a los cielos (porque a pesar de ser ateo, y por raro que parezca, era un buen hombre).
San Pedro buscó su nombre en la lista de ingresos para la jornada, y rascándose la calva dijo:
– Aquí no figuras. Espera que mire en mi base de datos.
Sentado ante la pantalla, tecleó su nombre, y al fin exclamó.
– Pero bueno ¡qué haces aquí tan pronto! ¡No te tocaba venir hasta dentro de diez años!
El ateo sólo pudo decir:
– No sé, yo sólo estaba rezando.