Hace un tiempo vi un excelente reportaje en la cadena de televisión Al-Jazeera. En él, un periodista norteamericano explicaba cómo se crea y se vende una guerra. Los hechos se remontaban a la primera Guerra del Golfo, época en la que él era el portavoz del ejército norteamericano en lucha contra las fuerzas armadas de Irak. La valentía y la capacidad de autocrítica de este hombre me impresionó.
Poco a poco, con precisión quirúrgica y sin una gota de autocompasión, fue desgranando los procedimientos que utiliza cualquier país poderoso para convencer al mundo de que hay que ir a la guerra contra otro país.
Primero hay que crear un enemigo, con nombre y apellidos. Mejor si está lejos, para que se pueda decir de él cualquier cosa con total impunidad. Luego hay que hacer una buena campaña de propaganda. Magnificar cualquier hecho, usar cualquier excusa y rellenar lo que falte con mentiras. En este plano, los aliados son de gran ayuda, porque colaboran con la estrategia y convencen a los más tibios. Esto tiene sus ventajas también para los aliados, pues ganan su puesto junto al líder, y un día, incluso, se les permite poner los pies encima de la mesa.
Con todo esto a favor, se cambian un par de leyes internacionales para que todo parezca incluso legítimo. Y si hay algún problema con esto, se sigue la política del gran Groucho Marx: \»Estos son mis principios, y si no le gustan, tengo otros.\» De este modo, se van creando leyes a medida y reglamentos de ocasión.
Para el final queda el trabajo sucio: unos cuantos miles de muertos a cuenta del \»conmigo o contra mí.\»
El resultado. Los fuertes se autoconvencen de que son grandes y justos. Hay quien hace grandes negocios, y algunos consiguen aproximarse un poco más a las mesas del poder. Sin darse cuenta de que allí sólo quedan migajas y de que quizás ellos sean los próximos en caer. Y así hasta la próxima.
Gran reportaje.