Otoño

Es casi mediodía. El último domingo de buen tiempo de este otoño.

Me siento en un banco del parque mientras veo caer las hojas, una tras otra, lentamente; mientras la luz del sol se filtra entre las ramas.

Recojo una hoja del suelo. Aún queda una marca verde en su color amarillo. Un recuerdo de la primavera, del verano, que ya se desvanece. Hago una fotografía y pienso en lo efímero y lo permanente, en lo real y lo figurado.

Una hoja entre millones que pronto será nervio, y luego nada. Una hoja que se disolverá en la tierra. Sin embargo, la foto permanecerá. Esa hoja seguirá viva para siempre, con su destello de primavera.

Pero ¿acaso no es más real la disolución? ¿Por qué nos empeñamos en mantener vivo lo que está destinado a morir? El ser humano está atrapado entre la realidad y el arte, entre el presente y la memoria. Ya no somos sólo biología, somos también conciencia. Queremos sujetar lo que no puede ser atrapado, y de alguna manera, lo logramos. ¿Lo logramos?

Camino por el parque. Una abuela posa con sus nietos y la madre, antes de hacer la foto les dice: “sonreíd”. Pero los niños son niños: lloran porque quieren aunque no sepan por qué lloran.

¿Y quién no quiere crear una bonita postal? ¿Quién no desearía que este domingo fuera inmortal aunque esa abuela vaya a morir? ¿Quién no querría recordarlo con una bonita foto de niños felices?

Me voy. Las hojas quedan atrás. El otoño también pasará. Otro más. Ahora que hace tiempo que dejé atrás la mitad de mi vida, con los restos de mi verano, me entrego feliz al devenir.

Es un día extraordinario. El último domingo soleado de este otoño.

Habrá que aprovecharlo.