Tengo la suerte de disfrutar de un jardín. Así que hace unos años, puse varios comederos y bebederos para las aves silvestres.
Por muy poco dinero y esfuerzo, cada día desayuno con un concierto de canarios silvestres, trigueros, verdecillos, lavanderas, currucas, gorriones morunos, petirrojos, mirlos, tórtolas y algún cernícalo en busca de presas.
A veces, mientras los observo con una taza de café en la mano, me pregunto si saben de dónde viene todo lo que encuentran cada jornada. Pero ellos me miran de reojo mientras comen, beben, se bañan, conversan o se cortejan. Toman lo que hay, viven al día y no se hacen preguntas. Cuando tienen el buche lleno, se van.
A lo largo de mi vida, por mi trabajo, he visto que mucha gente está ocupada en su propio bienestar, y hacen bien. Pero demasiados se olvidan del bienestar de todo aquello que les rodea. De las personas con las que conviven, del mundo en el que se mueven. Por eso, por mucho que lo intentan, no avanzan.
Quizá algún ambientalista diga que lo hago en mi jardín es una aberración, porque aumenta de manera artificial el número de aves. ¿Qué ocurrirá si no puedo seguir alimentándolas? Pero yo diría que este era su mundo mucho antes de que arrancáramos las plantas de las que se alimentaban para sembrarlo de cemento y de basura. A lo mejor les debemos algo.
Ahora hay más aves en esta zona, y menos mosquitos.
Cuando camino por el barrio, a veces observo pequeñas bandadas de pajarillos que vuelan en dirección a mi casa. No veo que lo hagan hacia otras casas mucho más lujosas (vivo en una zona de alto poder adquisitivo). Pero hay quien prefiere el sonido de su Porsche Carrera antes que el canto de un pájaro. Cuestión de prioridades.
Hace unos días, alguien me mandó un meme que decía que las personas que creían que íbamos a ser mejores tras la pandemia, eran como dinosaurios creyendo que después del meteorito habría mejores dinosaurios.
Yo le contesté que después del meteorito, los dinosaurios se convirtieron en pájaros y echaron a volar.
Así que tengo un jardín visitado por pequeños dinosaurios emplumados, descendientes directos de aquellos gigantes que gobernaron la tierra. Mis dinosaurios particulares son seres pequeños y frágiles, pero que a diferencia de alguno de mis vecinos, saben qué es lo importante.
De vez en cuando, cuando estoy haciendo algo por casa, oigo un sonido particular y me asomo con cuidado sabiendo lo que voy a presenciar. Un pájaro granívoro adulto ha venido con su cría volandera y le da de comer. Con paciencia, saca cada grano, lo limpia y lo mete en el pico abierto de su criatura. Entre grano y grano, el pollo agita las alas y pía, exigiendo más comida. Ese ritual se repite unos pocos días. Pero en un momento determinado, el pollo pide comida, pero el progenitor no le hace caso y se limita a comer. A los pocos minutos, la cría comienza a alimentarse por sí sola.
Como las personas, los pájaros tienen personalidad propia. Cada especie es diferente, y dentro de cada una, los hay dominantes y sumisos, atrevidos y precavidos. Algunos van directos a lo suculento y otros se conforman con las sobras. A veces comen en paz, todos juntos y cada uno a lo suyo. Pero otras veces se pelean entre ellos. En ocasiones tienen actos que, desde nuestra visión, parecen crueles. Me recuerdan a lo que ocurre en un gallinero cuando una gallina está enferma: las demás la picotean hasta matarla.
No creo que se pueda aspirar a la luz sin mirar a la sombra a los ojos. Y existen sombras personales, pero también colectivas, que debemos conocer. Nos pegarán duro si no estamos atentos.
Vivimos en un momento en que muchas personas se han visto atacadas en lo más íntimo por la sensación de mortalidad. Eso crea reacciones colectivas e individuales cargadas de emoción. Ante esto tengo malas y buenas noticias. Las malas son que vamos a vivir con este virus y dudo que ninguna vacuna resuelva del todo el problema.
Las buenas noticias es que llevamos conviviendo con microorganismos desde siempre, y nos hemos adaptado. Este bicho, como todos, matará a un número de personas. Otros morirán de otras enfermedades, o de accidentes, homicidios, suicidios, o simplemente, de viejos. Todos vamos a morir de algo. En algún momento.
La cuestión es si vamos a aceptar, como colectivo, que se recorten libertades, que se manipule nuestra mente y que se viole nuestro cuerpo, o que se ataque a la propia esencia de lo que nos hace humanos, como es el contacto con otros. Todo por una enfermedad que no va a desaparecer y con la que nuestro cuerpo tendrá que aprender a vivir, como hemos hecho siempre. Somos dinosaurios asustados y manipulados por el miedo al meteorito. Incapaces de ver que tenemos alas escondidas, esperando a ser utilizadas.
Por supuesto, me parece perfecto que cada cual gestione su bienestar interior. El mío lo llevo bastante bien. Pero cuidado con pensar que con eso basta.
No somos gotas en el océano, somos el océano.
Creo que la humanidad se dirige a un gran cambio, y no por el bicho, que no es sino un ensayo general de cuestiones que nos quieren imponer. Vamos a un cambio porque como especie no nos queda otra. Pero los cambios nunca son fáciles y se pueden hacer en distintas direcciones, a favor o en contra de nosotros. Y si no estamos atentos, nos volverán a engañar. Espero que seamos lo suficientemente inteligentes para hacer virar ese cambio a nuestro favor, aunque no será fácil.
En lo personal, sé que no llegaré a ver ese cambio. Esos no serán mis tiempos. Pero como aquel hombre que plantaba semillas de árboles bajo cuya sombra sabía que nunca se sentaría, voy sembrando por el camino.
Como escritor, mis semillas suelen ser palabras. Pero a veces, las semillas son granos de alpiste para dinosaurios de colores.