En todo hay una grieta. Por ahí entra la luz. – Leonard Cohen
Corren por las redes cientos de consejos acerca de cómo alcanzar nuestros sueños, cómo ser felices o cómo triunfar, sea cual sea la manera en que cada uno defina el triunfo. No seré yo quien diga que hay algo malo en todo eso. A fin de cuentas, como tú, yo también deseo que todo lo que emprendo, todo aquello en lo que pongo un empeño especial, tenga el mejor resultado. Pero el fracaso es algo con lo que hay que contar, porque inevitablemente, algunos proyectos en los que hemos puesto todo nuestro empeño, no van a salir bien.
Aunque es cierto como veremos, que el fracaso siempre es algo relativo, pues todo a fin de cuentas es experiencia y aprendizaje, hay una sensación inevitable de tristeza o enfado ante la falta de resultados de nuestros esfuerzos. En el fondo de nuestra mente tenemos incrustado el concepto de la “justicia”, según el cual si yo hago las cosas “bien”, las cosas me tienen que salir “bien”.
Pero lo que demuestra la experiencia es que no basta con hacer las cosas muy bien. Como tampoco es suficiente tener “mente positiva”, ni una elevada autoestima, ni un amuleto de la suerte. Todo eso ayuda (incluso el amuleto si crees en él), pero no siempre es suficiente.
Hay algo que tercamente nos negamos a reconocer (y cierta literatura de motivación y autoyuda no coopera en que lo veamos con claridad) y es que: una cosa son los deseos del ego, y otra los caminos del alma. A veces coinciden y a veces no, pero cuando no coinciden, es el ego quien sale derrotado y dolorido.
El alma tiene sus planes, que normalmente solo se entienden a posteriori, de manera que no hay forma de torcer su voluntad. Esa voluntad, hasta dónde sabemos, tiene que ver con hacernos más sabios, más amorosos y más humildes.
Ocurre algo interesante a la hora de hacer trabajo terapéutico. Algunas personas llegan a él con un deseo y se decepcionan porque su deseo no se cumple. En verdad, lo que sucede es que no estamos valorando la parte del alma en toda la ecuación. Lo que deseamos no siempre es lo mejor para nosotros y hay circunstancias de la vida (situaciones, proyectos, relaciones) que simplemente no son para ser.
Da igual cuánto nos esforcemos o cuánto deseemos el resultado. Eso no va a ser, o solamente se trata de algo que estará a nuestra disposición por un tiempo muy limitado, y no se puede hacer nada para cambiarlo.
El ego (que es necesario, pero eso es tema para otro artículo), deja poco espacio libre para que podamos ver la realidad, nos impulsa siempre a buscar soluciones externas, nos llena de nosotros mismos y se reproduce en el vacío como un selfie en un juego de espejos.
Pero el fracaso no es sólo el resultado de esa divergencia entre ego y alma. Como dice la cita de Leonard Cohen, el fracaso es la grieta por donde se cuela la luz. Es en los fracasos, a través de nuestros errores, carencias o discapacidades, en los momentos en que tropezamos o hacemos el ridículo, en todo aquello que no funciona como nos gustaría, es precisamente por ahí por donde penetra la luz. Es por ahí por donde aprendemos a renunciar a las falsas ilusiones, porque de ahí nace la luz que alumbra el camino que conduce hacia el interior.
Esa luz es la que nos lleva a hacernos la pregunta más importante de todas que no es “¿por qué?”, sino ¿para qué? Porque esa es la clave tras cualquier fracaso: ¿para qué he tenido esta experiencia? ¿Cuál es el propósito?
Nota final. Precisamente por todo lo dicho, son necesarias las personas que están en los márgenes de nuestra sociedad autocomplaciente: los mendigos, los discapacitados, los enfermos mentales, los artistas, los activistas, los profetas. Todos ellos son las grietas de la realidad, una grieta necesaria para que el ego depredador de nuestro paraíso consumista no nos ciegue. Sin ellos, seríamos incapaces de reconocer que vivimos en un mundo que no se sostiene.