¿El incendio de Notre-Dame simboliza un fin de ciclo?

Un día antes del incendio de Notre-Dame, andaba yo por las calles de la antigua capital de Tenerife, San Cristóbal de La Laguna. Era el domingo de Ramos, y algunas personas caminaban con sus palmas, mientras que otros se dirigían a la catedral lagunera con su ropa de nazareno bajo el brazo.

Era un día soleado (algo inusual en ese lugar), así que entre el buen tiempo y la mejor compañía, acabé hablando de astrología y de los tiempos en que vivimos. Y mencioné las catedrales góticas. No sabía que un día después, ya de vuelta en Gran Canaria, la misma persona con la que hablé en Tenerife de arte gótico, me avisaría del incendio de París (a veces la realidad es un ovillo que se deshace entre las uñas de un gato juguetón).

Tengo escrito por ahí que hay un paralelismo, según yo lo veo, entre el siglo XIII y el momento actual. Estamos empezando un ciclo similar al que alumbró aquella época, y de algún modo, todo es parecido pero también diferente.

La Catedral de Nuestra Señora de París fue edificada en un período de casi dos siglos entre 1163 y 1345, así que es un producto de esa época, de ese cambio de ciclo. Mientras se construía, unos jinetes a caballo, los mongoles, alzaban un imperio en oriente, el más grande que nunca se ha extendido sobre tierra firme. No tardaron en fijar su capital en Pekín, la ciudad que se convirtió, y se está convirtiendo ahora de nuevo, en el eje del mundo.

Europa salía de un momento difícil, el cambio de milenio, y entraba en una época espiritualmente compleja.

Por un lado, la religión estaba infiltrada en el inconsciente colectivo, del mismo modo que las ideologías contemporáneas nos invaden por todos los poros de nuestra psique a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Pero por otro, surgen movimientos espirituales contestatarios. En el sur de Francia, los cátaros, los “puros”, predican el amor y la simplicidad. Dentro de la iglesia, el arte románico, asentado en la tierra, da paso al gótico. Los muros se aligeran, las iglesias crecen. El ser humano ya no quiere ser un gusano que se arrastra por el suelo y aspira a la elevación. Notre-Dame es un ejemplo de esa aspiración.

En un tiempo como este, donde las noticias son de usar y tirar, es fácil que un hecho como este pase desapercibido. En unos días, en horas quizás, el humo se despejará del cielo de París, y el incendio dejará de tener ningún interés. Se achacará a una imprudencia o a lo que sea, y se hablará de restaurarlo todo. Pero lo que me importa es el símbolo, la sincronía. Aquello que surgió al principio de un ciclo, es arrasado al final del mismo.

Decía uno de los maestros, Joseph Campbell, que la ciudad medieval se edificaba en torno a la catedral como la ciudad moderna se edifica en torno a los edificios de negocios. Cada época tiene sus dioses, desde el colérico Yavé hasta el sinuoso dinero. La religión ha cambiado, pero el espíritu rebelde no ha muerto. Y renacerá.

Los herejes de aquel tiempo acabaron mal. Los últimos cátaros se arrojaron a las hogueras en Montsegur. ¿Qué ocurrirá con las herejías espirituales del siglo XXI, esas que están naciendo y que todavía no sabemos cómo serán?

Como escribí hace unos días: los tiempos se precipitan.

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