En aquel país decidieron hacer la estatua del dios más poderoso, un dios que fuera superior al de las naciones vecinas.
Un viejo buhonero que por allí vagabundeaba, les dijo:
– Yo os daré material para recubrir la estatua, material sagrado.
A cada hombre, mujer y niño, le regaló un trocito de espejo y cada uno lo pegó en una porción de la estatua. Una vez acabada, todos se admiraron, pues cuando miraban de cerca, el gran dios reflejaba a millones de dioses anónimos.
Riendo a carcajadas con su boca desdentada, el buhonero siguió su camino.