La vida tiene estos vaivenes.
De pronto estás varado en la isla. Y lo estás por una buena temporada. No creas que es tontería una cosa así: las olas van trayendo curiosidades a la orilla: restos de naufragios, botellas sin mensaje, huesos de ballena, caracolas, cocacolas, esas cosas. Pero varado, varado estás, y si te importa como si no, da igual.
Acabas con luenga barba y el pelo un poco blanco. Y acabas haciendo amistad con cualquier cosa, acabas llamando Wilson a cualquiera, acabas haciéndolo todo costumbre. Y la costumbre tampoco está tan mal.
(Y ahora viene el vaivén, claro, el que se prometía un poco más arriba.)
De pronto te ves fuera. En el cielo o en otra tierra, pero fuera. Ya no eres el náufrago de aquella película. Sustituyes la isla el viento el mar por extensiones sin límite. Todo está infinitamente lejos y no hay muchas referencias. ¿Cómo hace la gente para no perderse cuando hay tanta tierra alrededor?
Los continentes son un extraño invento.
Pero en el vaivén también está la gente, el reencuentro, el jaleo. Uno se vuelve adicto a todo eso. Al final no perteneces a ninguna parte, pero tus raíces no están del todo en el aire.
Después de una larga temporada de quietud, vuelve el movimiento. Del mundo pequeño de la isla al mundo grande que está más allá del mar. De la calma al vaivén.
Y todo es así. Así en la tierra.