Antes de hablar del silencio quiero hablar del ruido.
Para mí, el ruido es cada vez un concepto más amplio. Ruido es la multitud de luces que parpadean y reclaman nuestra atención a cada instante del día. Ruido es la cantidad de información basura, innecesaria, que nos bombardea a cada instante. Ruido es todo aquello que nos quieren vender. Ruido es también el deseo de algunos de tener un pedacito del otro, mendigando o exigiendo amor y atención, pero sin ofrecer nada a cambio.
Ocurre algo con el ruido ambiental que no es diferente de lo que nos sucede con el ruido acústico. De tanto oírlo, ya no lo oímos, pero está ahí.
Ahora mismo escucho el sonido del tráfico como un murmullo no demasiado lejano. Emerge el sonido de un motor que acelera, de una ambulancia que chilla a lo lejos y de un bocinazo. Pero si afino bien el oído, también puedo escuchar a un mirlo que intenta dejarse oír. El mismo canto que disfruto en el campo está aquí disminuido, pero presente.
¿Cómo distinguir un sonido hermoso entre tanto ruido?
El silencio es como el agua pura. Escasea.
Se necesita el silencio del bosque para sentir cómo el viento transporta las oraciones.
Se necesita el silencio sagrado de uno mismo para no estar siempre pendiente de los demás: esperando una contestación, una validación o contando el número de \»me gusta\».
Se necesita el silencio para entender que la única explicación que se te debe, te la debes tú mismo.
Se necesita para vivir, y no para hacer como que se vive.