El mundo después de la pandemia (1) Cómo hackear las mentes

Hace muchos años, una película puso de moda a los hackers informáticos. Se llamaba “Juegos de Guerra”, y su protagonista era un típico chaval norteamericano, inteligente pero desorientado que, a través de una primitiva Internet, lo mismo entraba en el ordenador de su instituto para cambiar sus notas, que estaba a punto de desatar la tercera guerra mundial al intervenir las computadoras de la Defensa.

Todos sabemos hoy qué es un hacker y creo que el verbo “hackear” puede tener múltiples usos, como aquellos resquicios que encontraba el personaje de esa vieja película en el Internet de la época. Se pueden hackear (infiltrar y sabotear) las máquinas, pero últimamente hay especialistas en hackear las mentes. Nuestras mentes.

No sé cuál es el origen del virus que nos mantiene a todos en casa, pero sí sé que hay una estrategia que siempre se usa cuando surgen este tipo de acontecimientos. Una estrategia que se basa en aquello de que “lo que sucede, conviene”. Y no siempre se usa para bien.

El virus es el enemigo perfecto. Es invisible. Puede estar en cualquier parte. Se desplaza por el aire y, por si fuera poco, puede ser portado por personas que ni siquiera tienen sintomatología. En el imaginario colectivo, el virus reemplaza al miedo al terrorista suicida. Aquel podía atacar en cualquier lugar y a cualquier persona. Cualquiera de nosotros podía ser víctima de un ataque terrorista, en la calle, en un centro comercial, en una estación, en un aeropuerto. Eso nos decían. Pero el virus es más difícil de detectar y de neutralizar, y lo que es peor, es aún más ciego en la selección de sus víctimas.

Como es un patógeno nuevo, los estudios sobre el virus no están bien desarrollados, lo que no impide que en los medios se dé cobertura a cualquier informe que pueda generar expectación. De modo que si creemos todo lo que se publica (a veces contradictorio), pareciera que estamos ante una especie mutante, una especie de “campeón” de los virus, capaz de llevar a cabo hazañas que otros patógenos no alcanzan. ¿Cuántos de esos estudios preliminares serán válidos dentro de un año? Y lo que es peor ¿le importará a alguien?

Tampoco parece importar que los datos estadísticos sean escasos y de poca calidad. Nadie se cree las cifras de China. Pero es que las de Italia, o España, o Europa en general, tampoco son creíbles por ahora. Ni siquiera sabemos cuántas personas han muerto realmente por el virus. Tampoco conocemos aún el número real de infectados. No sabemos a ciencia cierta si los niños se contagian en gran número, pero se les considera como “muy infecciosos”. Se repiten consignas sin el respaldo de los datos, pero a los niños ya se les ha comunicado que podrían matar a sus abuelos.

Esta falta de datos no impide que se tomen decisiones que tienen un efecto sobre la salud física, mental o económica de las personas. Decisiones supuestamente tomadas por comités de expertos. Expertos que son elegidos al criterio del que gobierna. Expertos que saben muy bien qué tienen que decir en cada momento para seguir cobrando su sueldo.

Cada vez que algún responsable público sale a hablar, hay una expresión que sobrevuela sus palabras: estamos “en guerra” contra el virus. Esto permite usar toda la terminología bélica que ya conocemos. ¿Recuerda alguien el lenguaje que se usó después del 11-S? Entonces se habló de la “guerra contra el terrorismo”.

De hecho, la definición de terrorismo se amplió tanto, que sirvió para englobar incluso a regímenes enteros como en el caso de Irak, Libia, Siria o Corea del Norte.

No, las palabras nunca son neutrales. El vocabulario que usamos construye nuestra visión del mundo. Si estamos en guerra, todo vale. En su momento, la metáfora bélica sirvió para anular algunos derechos civiles. Sirvió para invadir países que no tenían nada que ver con los atentados de Nueva York. Sirvió para hacer ganar mucho dinero a “empresarios de seguridad” (mercenarios) relacionados con el gobierno de Bush. Sirvió para controlar desde entonces los movimientos de cualquier persona que pise un aeropuerto o una estación. Sirvió para justificar el espionaje masivo de todas las comunicaciones en todo el planeta.

Lo dicho: si estamos en guerra, todo está permitido. Desde derribar al sátrapa Gadaffi (que antes era nuestro amigo), hasta activar la cámara de tu teléfono móvil mientras revisas tu Facebook en el retrete.

Y ahora ¿estamos en guerra? (No deja de ser curioso que el mundo esté repleto de guerras de verdad, de las que casi nunca se habla. Esas guerras que no interesan, pero que dejan suculentos beneficios.)

Los ingenieros sociales, los que usan la propaganda a través de todas las redes, saben muy bien qué terminología usar: aquella que genere más pánico entre la sociedad. Porque a través del pánico se controla a la masa.

Una parte de la propaganda de guerra consiste en identificar al enemigo. Mostrarlo como algo siniestro, pero también como algo que hay que aplastar. Pensemos en Sadam Hussein, con aquella cara de malo de película y aquel bigote hitleriano. O en los talibanes, que vestían con harapos y llevaban esas barbas indecentes. O en el líder Corea del Norte, que es una caricatura de sí mismo (pero este tiene el arma atómica, así que mejor nos reunimos con él).

En la Segunda Guerra Mundial, la propaganda norteamericana pintaba a los japoneses como animales. Así, lanzar una bomba atómica sobre una ciudad llena de ratas, no parece tan grave. Pero la propaganda no la hace un solo país. La hacen todos. Stalin mandaba a miles de hombres a la muerte, sin armas ni material, todo con tal de ganar la Gran Guerra Patriótica.

El virus no tiene barba ni bigote. Pero se le representa en una imagen digital a gran tamaño detrás del presentador de turno. Se le suele pintar de color verde chillón, amenazante. O mejor aún, rojo, el color del peligro. Quizás el virus real sea gris, pero no nos interesa un enemigo gris. Al menos tiene esa coronita alrededor, que en el subconsciente judeocristiano nos recuerda a las espinas de Cristo. El virus nos va a torturar como los romanos a Jesús.

Así que ya tenemos al enemigo, tenemos el miedo y tenemos la guerra. Y como en toda guerra, se exigen sacrificios. Todo por la patria, o por la salud, o por el gobierno de turno (aunque las decisiones de algunos gobiernos maten más que el virus).

Como en la guerra, también hay delatores. Aquellos que vigilan para que nadie se salga del carril y para que el miedo no decaiga. Como los niños que denunciaban a sus padres a la Gestapo. Como los nazis que marcaban los comercios de los judíos. Como los esposos que denunciaban a sus parejas a la Stassi. Como los “policías de balcón” que ahora insultan a una madre que saca a su hijo autista a la calle. Como los que tienen la necesidad de insultar a alguien que está siendo detenido por la policía. Como los que pintan en el coche de una médico: “rata infecciosa”. El origen del mal debe ser señalado. Incluso los que luchan contra el virus deben temer a sus vecinos.

Por supuesto que el virus mata, eso nadie lo niega y es muy doloroso. Pero los muertos aquí son una cifra borrosa, no tienen nombre. Mejor no los lloramos. Mejor que no haya un duelo público. Mejor enterrarlos en silencio y a escondidas.

Mejor salimos al balcón a aplaudir, aunque no sepamos ya a qué estamos aplaudiendo. ¿A nosotros mismos, quizá? Mejor aplaudir para que los niños crean que esto es una fiesta-pijama continua y que todo va a salir bien (aunque previamente les hayamos aterrorizado).

Ahora ya sin sarcasmo: nadie duda de que, ahora mismo, lo mejor es reducir el contacto social, extremar la higiene y no crear más problemas que los que ya hay. Pero decir eso, es quedarse en la superficie.

Podríamos tener un debate social maduro acerca de la salud pública, de la prevención, de la responsabilidad individual, de cómo encajamos libertad personal y seguridad colectiva. Pero no interesa que haya una sociedad madura. Una sociedad sin miedo.

Lo que interesa es que haya una sociedad infantilizada, asustada, con delatores y con mentalidad de guerra. Porque eso es lo que permite implementar medidas que, de otro modo, nadie aceptaría. Medidas de control social, de saqueo económico, de reorganización del poder mundial. Blanquear oscuras maniobras políticas, esconder ineficacias, dar legitimidad a la censura. Cambiar hábitos, manipular las relaciones personales… Hay que estar muy atentos, porque se están poniendo las bases de la manipulación masiva.

De todo eso intentaré hablar en próximos capítulos.