Cuando el sabio murió en su refugio de la montana, toda su energía se esparció como por arte de magia en aquellas soledades. Su más fiel discípulo abandonó el lugar y el sabio fue pronto olvidado, pero no así su poder.
Así que de vez en cuando, algún hombre o mujer que acertaba a perderse por el lugar sentía el influjo de una baraka (bendición) de origen desconocido.
Un día, uno de aquellos peregrinos, aliviado mágicamente de su cansancio, gritó al vacío:
-¿A quién debo este regalo?
Quiso el azar que un lagarto se asomara por el filo de las rocas. Así que pronto, un templo al dios Lagarto fue erigido en el lugar.
Al cabo de unos años, el discípulo regresó y descubrió sorprendido el nuevo templo y sus sacerdotes. Recordando la sonrisa de su maestro, impresa en las nubes y en cada roca de la montaña, pensó: “Bendito sea el dios Lagarto”.