Reconozco que no me gustan los gatos. No es personal. Pero no me gustan. Así que mientras escribo y Meiga me calienta la barriga y ronronea con ese motor misterioso que tienen los felinos en alguna parte de la garganta, siento una secreta felicidad: la de traicionarme por un rato.
Hablábamos uno de estos días de interminables charlas, David, Carla y yo de poder ser un impostor aunque sea sólo de vez en cuando, de jugar a lo contrario de lo que se espera, del asesinato premeditado, gozoso y alevoso del yo. Acabar con la creencia de que eres bueno, de que lo haces bien y en nombre del bien. También se puede ser torpe un ratito, e incluso tener miedo, aunque muchas veces no te lo permitas.
Romper en definitiva con esa pulsión apolínea de nuestra cultura que nos impulsa a buscar luz donde, a veces, no está tan mal buscar la sombra. Romper con la creencia de que en algún lugar existe una verdad absoluta o una guía absoluta con la que nunca puedes fallar. La alegría de saber que todo es imperfecto, y por tanto, humano.
Realmente lo que quería reflejar aquí era mi agradecimiento a Carla y David por regalarme estos días de paz y de recuperación, de subir a la montaña y a las montañas, de escucharles y de aprender, días para sentirme yo mismo, sea lo que sea ese yo (y si es que tal yo existe).
Gracias por saber crear ese espacio, por regalarlo.