La mente es una gran desconfiada. Se mueve por patrones conocidos y por ese motivo, recela de todo aquello que sea nuevo, diferente, que suponga un reto o un cambio. Y con qué facilidad nos aferramos a nuestras teorías cuando todo alrededor nos muestra que estamos equivocados. Cómo nos gusta creer que la salvación está en un lugar, un origen o unas certezas.
La falta de confianza es difícil de trabajar, porque se nutre de profecías autocumplidas, de sospechas que nunca acaban de ser verdad, pero que tampoco se muestran como falsas. Y sin embargo, la desconfianza excesiva, como todo aquello que surge de la mente, se basa en premisas fáciles de desmontar.
Cada día, desde el momento en que abrimos los ojos, hacemos un acto de confianza en el mundo que nos rodea. Confiamos que el sol estará ahí, que el agua saldrá de la ducha, que la cafetera no va a explotar, que la ropa nos cubrirá. Confiamos que los coches pararán en los pasos de peatones, que hay personal en las urgencias, que el maquinista del tren sabe lo que hace, que alguien se ocupará de nosotros si nos pasa algo. Realmente, hay miles de manos anónimas que nos sostienen cada día sin que seamos conscientes de ello.
Pero generalmente nos falta esa sensación de ser sostenidos, no somos conscientes de que todas esas manos están ahí. Decidimos no verlas, no creer en ellas. Pensamos que estamos solos, o todo lo más, con nuestra familia.
Supongo que el hecho de sentirme extranjero en todas partes me ha ayudado a ser confiado. Porque no puedo controlar casi nada, y sin embargo, todo funciona. Cuando te desprendes del nido, cuando dejas de ser de un sitio, cuando el peso del clan se aligera, aprendes a confiar. Sabes que si tu cuerpo está bien, estás bien, que el mal momento o la persona desagradable, pasan, y que al final estás en el mundo como estás contigo.