Cuando imaginamos nuestra brújula, esa que idealmente señala el norte de nuestra vida, el lugar hacia el que queremos dirigirnos, solemos hacerlo de un modo individual: mi brújula, mi norte, mi destino.
Nuestra vida es básicamente un asunto personal. A nadie le duele el dolor ajeno y nadie vive la alegría del otro, sino que resuena con ella. Nadie te resuelve tu problema, lo solucionas tú. Todo esto es cierto.
Pero también es cierto que en muchas ocasiones minusvaloramos el valor del trabajo consciente en equipo. Al final, son los otros los que nos ven tal y como somos por fuera, los que nos pueden dar otro punto de vista, que si es honesto y desprejuiciado, es válido. Son los otros, nuestro contacto con ellos, quienes nos impulsan a cambiar, quienes nos estimulan.
Hablando en términos transgeneracionales, son aquellos que están fuera de nuestro sistema quienes nos impulsan a vivir algo nuevo, a veces arriesgado, pero enriquecedor. Fuera de las repeticiones sistémicas hay una dimensión creativa que solamente podemos vivir en compañía.
Y no hablo aquí del equipo formado por dos personas que funcionan bien juntos en el día a día. Eso está bien, pero es demasiado poco. Hablo del equipo que se forma desde el amor y la conciencia, mirándonos y mirando, comprendiendo, aceptando, cambiando y avanzando.