Algo que me maravilla (o me horroriza) del ser humano es la capacidad que tenemos para aceptar lo falso como real. Supongo que es un rasgo de carácter que nos ha permitido llegar con vida hasta este momento de la evolución, pero no deja de ser sorprendente nuestra habilidad para autoengañarnos con cualquier simulacro.
El Photoshop, esa herramienta informática para el retoque fotográfico es un buen ejemplo de ello. Vaya por delante que soy usuario de la misma y que alguna vez, lo confieso, pequé venialmente al modificar alguna foto. Pero esas faltas del pasado nada tienen que ver con esos carteles electorales que muestran candidatos cercanos a la jubilación que parecen recién salidos de la ESO, o esas fotos publicitarias con chicas de veinte años más falsas que un euro de plástico. (Nota al margen: ¿en qué momento esta sociedad perdió la cordura hasta el punto de creer que un cuerpo de veinte años necesita alguna mejora?) En este mundo nuestro, toda imagen pasa por un filtro de Photoshop.
Y junto al Photoshop está la fotografía digital, muy útil para muchas cosas, pero también muy previsible. Sin alma. Sin vida.
El mundo Photoshop es una metáfora perfecta de muchas cosas. Si algo no nos gusta, lo cambiamos estéticamente para que se asemeje a una imagen que sólo existe en nuestra imaginación. Lo que es bueno y natural, debe ser modificado artificialmente. Nunca lo bello es suficientemente bello. Las sorpresas no están permitidas. La satisfacción debe ser instantánea. Todo debe ser falsamente barato y comprobable.
Una pequeña confesión. Hace unos meses volví a la fotografía de toda la vida: la de carrete, la de resultados impredecibles, la que cuesta dinero, la que te hace pensar antes de disparar, la que te hace esperar para ver el resultado. Volver a sentir la magia de la química, con sus mezclas, sus tiempos y sus temperaturas. Volver a la fascinación alquímica de abrir un tanque de revelado y ver surgir un negativo como hace cien años. Sabiendo que te puedes equivocar y el error no admite enmienda.
Por supuesto, todo esto pertenece a un mundo imperfecto que muchos no comprenderán. Pero es que la magia y la sorpresa no están en el menú del Photoshop.