Camino por un parque de Valladolid. Faltan unos días para mi cumpleaños, y en esta primavera improbable, la lluvia ha dejado paso a unos días de sol. Perdido entre los árboles, tocando su corteza, la piel del mundo, me sorprende una ráfaga de viento refrescante.
Me escucho diciendo \’gracias\’ en voz alta. Miro a un lado y otro del camino ¿Me oye alguien?
El aliento de dios ha descendido sobre la tierra. Atraviesa mi cuerpo como si éste fuera inmaterial.
* * *
Han pasado unos días desde mi cumpleaños. Estoy en Gran Canaria y subo a una escalera de mano. En la mano llevo el carillón que me regaló Cristina. El sol me deslumbra al reflejarse en la pared blanca de mi casa. A tientas, cuelgo las campanillas junto a la ventana de la cocina.
Entrecerrando los ojos, desciendo con cuidado, palpando con el pie los cuatro escalones que me separan del suelo.
Es entonces cuando vuelve la brisa: el soplo de la creación se convierte en música.
El verbo de dios, metálico y cristalino, se mezcla con el canto de los pájaros.
Ya no me atraviesa. Sale de mí. Se disuelve en el mundo. Aire.